viernes, 28 de septiembre de 2012

La testosterona no es una fórmula mágica



Era una especie de mantra, para mantener a raya mi ansiedad pre-hormonación. Leía incansablemente cuanto artículo encontrara sobre los efectos de la hormona masculinizante, sin importar si los había escrito una eminencia médica, un hombre trans, un opinólogo o el verdulero de la esquina. Solo leía y oscilaba entre el entusiasmo y el pánico. Y entonces me repetía hasta el hartazgo: la testosterona no es una fórmula mágica.

Tenía razón, claro, aunque las implicancias del asunto escapaban completamente a mi entendimiento.

Me di mi primera inyección el 31 de octubre del 2011 -Happy Halloween, motherfucker!-, tras una peregrinación por endocrinólogos y laboratorios varios que desafió el límite -demasiado cercano- de mi paciencia. Agonicé en cada uno de los examenes previos, convencido de que algo iba a dar mal, algo iba a impedir el inicio del camino que me había trazado. Pero no. Mi cuerpo, tan abandonado, tan odiado, tan ajeno hasta ese momento, estaba listo para recibir la sustancia (no mágica) que lo sumiría en un torbellino de metamorfosis de las que -imaginaba- emergería triunfal, viril y mío.

No recuerdo que la primera vez haya dolido. Probablemente la euforia impidió cualquier tipo de mariconería. Incluso hoy es un dolor tolerable. Como un tatuaje, de tantas formas. Ese día fue solo goce mientras el líquido transparente e imposiblemente espeso comenzaba a conquistar mi carne. Fue victoria, con trompetas incluidas.

Después, la ansiedad. Me exploraba día a día, anhelando el primer cambio visible (que de hecho fue audible). No podía sospechar cuán rápido se convertiría en vértigo, ni que me perdería infinitas veces en el camino hacia mí.

La testosterona no es una fórmula mágica. Tampoco es una experiencia personalizable. Sus efectos no se pueden elegir, ni siquiera predecir con exactitud. Dependen de la química misteriosa de cada cuerpo, de los vericuetos de cada mente.

No deja de fascinarme cuánto en nosotros depende de las hormonas. Podía imaginar esta errática cartografía vellosa -incluso esta barbita incipiente y tímida que no me quiere dar el gusto de crecer-, esta voz que por fin reconozco como propia y que parece hecha para cantar Crash Test Dummies. O los músculos que se desarrollan a pesar de mi empeño por no ejercitarlos (aunque la primera vez que fui conciente de mi fuerza acrecentada fue un shock). Quizá no me sorprendan mis facciones modificadas; se parecen un poco más a mí. Puedo tolerar el acné o la amenaza omnipresente de una futura calvicie. Hasta me divierte un poco mi incapacidad de concentrarme en más de una tarea a la vez, mi pensamiento cada vez más lineal y pragmático, mi intolerancia al vuelterismo. La libido desatada afecta muchos más aspectos de los esperables, pero no deja de ser disfrutable. Descubrí que hay algo de cierto en el infame dicho "los hombres no lloran". Lloramos, pero cuesta más. La rabia, en cambio, siempre acecha a la vuelta de la esquina. La sangre brama, belicosa. Todavía estoy aprendiendo a calmar a los demonios interiores, que se hallan tan a gusto en una violencia que desprecio.

La testosterona no es una fórmula mágica. Es una aventura. Apasionante, sin duda, pero con dientes ocultos. Filosos.

Y no me refiero al aumento de peso o al colesterol que no deja de trepar. Hablo de la vorágine de contradicciones y mutaciones. Hablo de no saber exactamente quién soy (no seamos simplistas, sé perfectamente que soy un hombre, el tema es qué clase de hombre). Hablo de una niebla cruel obstaculizando esa comunicación que solía ser tan fácil. Hablo de separaciones -no completas, ojalá no definitivas, pero separaciones de esas que te parten al medio. Nada es final. Ya lo decía Deep Purple, Love Conquers All.

Pero mientras tanto.

Con la voracidad y el fatalismo de un adicto, no puedo imaginar mi vida sin T. No puedo concebir no ver todo lo que falta recorrer. Sé que es un viaje arduo, por momentos agotador, pero conduce al mejor de los puertos.

No es mi intención hacer de esto una fábula aleccionadora. No me arrepiento ni por un segundo. La testosterona me dio el reconocimiento por parte de la sociedad del hombre que soy. Ahora esta en mí construir el hombre que quiero ser.







lunes, 24 de septiembre de 2012

Identidades

Identidades.

Lo que nos define, lo que nos hace únicos.

Sin embargo, no conozco a nadie que tenga una sola. Identidades mutantes, mutiladas, mudas. Todos dejamos atrás nuestra vieja piel una y otra vez.

Esta es mi galería de máscaras en desuso, el dominio del pasado. Las piezas que nunca encastraron, pero se las arreglaron para formar esta búsqueda que soy, este anhelo de lo que seré. Este es mi rompezabezas. No está terminado, quizá nunca lo esté.

Casi lo olvido: Si voy a pedirte que recorras conmigo esta exhibición, de a ratos impúdica, mínimamente debería contarte algo de mí.

Soy transición. De mujer a hombre, de pibe a adulto, de melancólico irremediable a algo así como una promesa de cielos furiosamente azules. Cosas no necesariamente relacionadas. O sí.

Tengo 31, 16, 9 años. Todojunto.

Soy un sobreviviente. Una luz paradójica. Pero la oscuridad me ama y suele ser mutuo.

Soy la mejor versión de mí mismo cuando todo se desmorona a mi alrededor. Debe ser esta maldita vocación de héroe, este destino de antihéroe, estos miedos de villano. Este eterno signo de interrogación.

Demasiado complejo, demasiado intelectual, demasiado analizado para poder seguir la corriente,
camuflarme en una pseudo-normalidad adormecida. Demasiado rebelde, demasiado incómodo, demasiado iluso para poder pertenecer alguna vez a algún lugar. Demasiado solo, pero no. No realmente.

¿Tendría que empezar desde el principio?

Fui un 3%. Cuenta la leyenda que mi madre, a pesar del DIU que convertía su útero en un desierto hostil, le pidió a mi padre que le hiciera un hijo. Justo en ese instante de locura impaciente y extasiada antes del orgasmo, en el que ningún hombre puede negarse a nada. Él cumplió; siempre se tomó sus deberes con mucha responsabilidad. Y así fui una falla en un método anticonceptivo que prometía un 97% de efectividad, pero no fui un accidente. Hablando de contradicciones.

Cuando nací, mi abuela no me regaló un peluche, ni escarpines tejidos por ella (recién muchos años después lograría dominar el crochet, después de decenas de posa pavas que parecían sombreritos, de los que era la primera en reírse). Puso ante mis pies minúsculos una medalla que había recibido como premio por un mural en un certamen del Salón Nacional de Arte Cerámico.

Crecí en los 80s, en una Argentina que daba sus primeros pasos en una democracia ilusionada pero titubeante, sin lograr desprenderse totalmente del pánico uniformado. Con María Elena Walsh y las Tortugas Ninja, jugando a V: Invasión Extraterrestre y teniendo pesadillas con It y Poltergeist.

Mi padre me regaló la imaginación, las palabras, la fantasía, que siempre serían mi salvación y mi escape de todo el horror, de tanta desolación. Esas historias, que primero me leyó y después me inventó hasta que pude leerlas e inventarlas por mí mismo, fueron mi fortaleza y mi abrigo, mis amigas más fieles. Podía soñarme Pichi Nahuel -el pequeño tigre, hijo de un cacique mapuche, con su amada de agua clara- o Corsario Negro, trágico y feroz. Recorrer la selva misionera y sumergirme hasta el centro de la Tierra.

Y era más verdadero que ser esa criatura inadecuada, de ojos tristes detrás de los cristales siempre sucios de unos anteojos odiados, que jugaba sola pero hablando por los numerosos personajes de sus intrincadas tramas lúdicas.

Y era más fácil que ser el hijo que quién sabe para qué mi madre había pedido. ¿Habrá confundido placer con vida o imaginado que esa chispa de optimismo podía durar en ella, cuyo único romance sin fecha de vencimiento fue con su whisky y su miseria?

Tengo que hacer un paréntesis. Odio el olor del whisky. No me negaría a un Jägermeister, disfruto mucho de un buen trago y una cerveza al aire libre en una tarde de verano puede ser un paraíso instantáneo, pero el olor del whisky me parece repulsivo. Es un pasaje directo a mis nueve, diez años, y ese aroma dorado y turbio impregnando la madera del cajón del escritorio donde almacenaba sus vasos clandestinos a medio tomar. Al vértigo de ser demasiado chico para entender, pero ser testigo de todas formas. A la inocencia masacrada.

No habían pasado dos años de mi nacimiento cuando mi madre comenzó -¿retomó?- su tórrido affaire con las bebidas espirituosas. Hay en mi cabeza un vago recuerdo prestado, acerca de una noche en Sudáfrica y mi padre teniendo que ayudarla a llegar a la habitación del hotel después de una cena con amigos en la que su copa nunca estuvo vacía por más de unos segundos. Yo tenía apenas 7 meses y estaba en otro continente, así que no podría atestiguar la veracidad de la anécdota, pero el halo de vergüenza que lo circunda me hace pensar que fue él quien me lo contó alguna vez.

Hay que reconocerle su perseverancia: sin importar el divorcio, las intervenciones familiares, mis lágrimas incontables, segundas oportunidades, Alcohólicos Anónimos, amantes surtidos, clínicas de rehabilitación, sus propios intentos de suicidio, terceras oportunidades, mis crisis de angustia infantiles, los consejos de sus amigos, una sarta de terapeutas disfuncionales, comunidades de puertas abiertas, cuartas-quintas-décimas oportunidades, novios inmaduros impotentes insolentes incomprometibles intimidados ilusos introvertidos inaceptables imaginarios infieles imperativos interruptus inofensivos incompatibles impunes, el alejamiento de su familia, hospitalizaciones y el fin del mundo tal como lo conocía, mi madre nunca abandonó del todo su adicción. Asumo, sin muchas chances de equivocarme, que estaba borracha incluso cuando se tiró debajo de aquel tren fatal. Que ojalá le haya brindado la paz que este mundo le negaba. A mí seguro que no.

Suficiente. Probablemente todo esto pinte un cuadro bastante sombrío de mi niñez. Pero no fue todo. Hubo ternura. Hubo libertades inesperadas. Hubo magia y misterios.

Fue también una infancia de Playmobils y bicicletas, de cowboys y cuentos. Una infancia varonera y con sed de aventuras, en la que todavía no importaban los géneros: los nombres cambiaban de juego en juego.
Fui el puntal de mi generación en ambas ramas de mi familia. Y cuánta promesa en esa mente despierta y curiosa, en esas manos que se acostumbraron precozmente a sostener un libro. Pasaba la mayor parte de mi tiempo entre adultos, que se encandilaban con mis conocimientos inusuales. Probablemente por eso podían pasar por alto que lloraba todos los viernes en el colegio, que jamás toqué una Barbie, que favorecía juegos crueles, que le tenía miedo a cada sombra. Pudieron desentenderse perfectamente de la fragilidad de mi equilibrio. 

Después, una adolescencia rebelde y confusa. La aparición de un "deber ser" y de un cuerpo que no me representaban en absoluto. Y en medio del caos, una luz furiosa: conocer a la mujer que cambió todas las líneas de mi destino.

Me enamoré a los doce años, siete meses y quince días, aproximadamente. Hace más de dieciocho que la amo. Con distintos nombres, distintos géneros, distintas circunstancias. Con la certeza inalienable del parasiempre, dure lo que dure.
 
Poco después de cumplir los veinte supe que había palabras para describir el grito en mi interior, ese sentir mi propia piel ajena. Había muchas palabras y no todas eran buenas. Y yo, que siempre me llevé bien con las palabras, no sabía qué hacer con ellas.
 
Al principio fue un oasis secreto. Pocas personas sabían quién era realmente, los demás veían una especie de borrón. Podía ser libre solo entre cuatro paredes, pero salía al mundo y me hundía ante el peso de lo que el mundo esperaba que fuera.
Diez años más fueron necesarios. Tantas cosas pasan en diez años. Se deja de ser niñx para empezar a ser hombre. Y en el medio se dejan jirones de dolor y borrascas que parecían eternas.

Hace casi un año empecé una hormonización con testosterona, para reconocerme un poco más ante el espejo. Una metamorfosis continua y ardua. Cambió mi voz, mi cara, mi documento, mi estado civil, mi forma de pensar, mi capacidad de concentración, mi cuerpo, mi carácter, mi resistencia, mis sueños, mi sexo, mis ganas, mis miedos.

No es fácil el camino, y es mucho más largo de lo que creemos. Todavía estoy luchando por romper el capullo y ser aquel que imaginé a los dos años, cuando le dije a mi padre que iba a romper el cielo y volar, sin importar lo que dijeran las estrellas.