martes, 9 de agosto de 2016

Pasaron años y devenires desde la última vez que escribí acá desde mí.
Fui el aftermath de Hiroshima. Fui fénix. Fui Pikachu. El ambiente existía y era una fiesta. Alguna vez para alguien fui una palabra a tiempo, un abrazo o un remedio contra fríos. 
Fui feliz aunque estaba roto.
Fui fugaz. Pasajero eterno, arrancándome de raíz de todo y todos.
Y de tan fugaz, me volví andariego.
El primer viaje fue el amanecer después del dolor paralizante de una traición. No, no es mala poesía. Es literal. La mañana siguiente a enterarme que la supuesta mujer de mi vida me cagaba con un compañero de laburo. Mientras miraba todo mi mundo derrumbarse y mi concepto del amor estallar como una Quilmes de litro en una pelea de boliche, pensé en no ir. Fuck that.
Conocer la Isla fue volver a la magia. Descubrirme alas. Desde entonces fue una sed. De pronto el mundo era inmenso y yo... yo nací para explorarlo. De pronto podía mirar a la cara a los miedos. Aunque a veces ganaran ellos. Pero con mi mirada clavada, haciéndoles saber que tienen fecha de vencimiento. Hice tantas cosas que pensé que jamás haría. Me emborraché en una pista de aterrizaje que cruzaba una isla de punta a punta. Amé en una saliente de roca cubierta de musgo crocante, mirando nacer una cascada. Caminé por dentro de un volcán. Comí un menú entero compuesto por platos a base de trucha, aunque no me gusta el pescado. Atardecí entre Palmeras. Caminé por la Calle de los Suspiros. Me relajé donde el campo se convierte en mar. Me fui a Europa.
Conocí a las personas más inesperadas. Dos hermanos brasileños sexagenarios con los que fumé un porro en el Bolsón. Ella, la primera mujer en un grupo de motoqueros, puro rock. Él, naturalista apasionado. A un puestero de Malargüe que vivía solo en su rancho, despertando cada mañana ante los Castillos de Pincheira. A un narco francés. A una hippie sueca que vivía en una casa cueva. A un nene de 7 años que hablaba inglés de Londres y español andaluz y creía que los terremotos eran causados por monstruos armando rompecabezas. A una alemana que cantaba canciones de Bob Dylan. Un chino con el que vi por primera vez Ámsterdam y que fue extra amable conmigo aunque le había tirado encima mi cerveza sin querer. Tantas caras, tantas formas de recobrar la fe en el universo. Tantas que no puedo detenerme. Hay tantas más ahí afuera. Tantas conexiones inesperadas, tantos caminos. Tantos miedos por vencer.
Quizá sea también un inmaduro. Quizá tenga miedo a quedarme. En algún lugar, en alguien. Quizá prefiera ser la sonrisa efímera a los pies de barro.
¿Pero importa cuando la aventura espera?

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