lunes, 11 de agosto de 2014

Él navegaba tinieblas imaginando luz. Cuando la oscuridad lo asfixiaba, apresaba luciérnagas en un frasco de café. Con hojitas y palabras suaves las convencía de brillar furiosas y se imaginaba invulnerable con su farol vivo. Los fantasmas se agolpaban en cada rincón oscuro, pero él sostenía hebras de luz como un escudo, como un sueño. Cuando el amanecer llegaba, gris, el último recuerdo de un fulgor se había tornado ya en tumba de luciérnagas. Él acariciaba los frágiles cuerpitos con tristeza insondable, sabiendo que incluso ese sacrificio no alcanzaría, nunca alcanzaría. Porque navegaba tinieblas, perdido en océanos hostiles que creía amar.
El naufragio lo escupió en una costa tan blanca que sus ojos se volvieron ceniza. No podía abarcar la arena infinita que besaba sus pasos, el calor que borraba de su piel el hábito del frío. Quería aferrarse a su barquito enclenque, a su mar ensombrecido y siempre ajeno. Emborracharse de la sal de aquellas aguas turbias que jamás calmarían su sed. Buscó burbujas de negrura que perduraran su dolor, porque su dolor era todo lo que conocía. Pero las excusas para no mirar el sol de frente se le escurrían entre los dedos como gotas de mercurio. Acurrucado entre jirones de vela húmeda y astillas, sintió el momento exacto en el que el haz de luz lo alcanzaba, hiriéndolo de vida. Y ya no pudo dejar de reír.

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